SANTA MISA CON OCASIÓN 
DEL AÑO SANTO COMPOSTELANO
DEL AÑO SANTO COMPOSTELANO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Plaza del Obradoiro, Santiago de  Compostela
Sábado 6 de noviembre de 2010
Sábado 6 de noviembre de 2010
[Amadísimos Hermanos en Jesucristo:
Doy gracias a Dios por el don de poder estar aquí, en esta espléndida plaza  repleta de arte, cultura y significado espiritual. En este Año Santo, llego como  peregrino entre los peregrinos, acompañando a tantos como vienen hasta aquí  sedientos de la fe en Cristo resucitado. Fe anunciada y transmitida fielmente  por los Apóstoles, como Santiago el Mayor, a quien se venera en Compostela desde  tiempo inmemorial.]
 Agradezco las gentiles palabras de bienvenida de Monseñor Julián Barrio  Barrio, Arzobispo de esta Iglesia particular, y la amable presencia de Sus  Altezas Reales los Príncipes de Asturias, de los Señores Cardenales, así como de  los numerosos Hermanos en el Episcopado y el Sacerdocio. Vaya también mi saludo  cordial a los Parlamentarios Europeos, miembros del intergrupo “Camino de  Santiago”, así como a las distinguidas Autoridades Nacionales, Autonómicas y  Locales que han querido estar presentes en esta celebración. Todo ello es signo  de deferencia para con el Sucesor de Pedro y también del sentimiento entrañable  que Santiago de Compostela despierta en Galicia y en los demás pueblos de  España, que reconoce al Apóstol como su Patrón y protector. Un caluroso saludo  igualmente a las personas consagradas, seminaristas y fieles que participan en  esta Eucaristía y, con una emoción particular, a los peregrinos, forjadores del  genuino espíritu jacobeo, sin el cual poco o nada se entendería de lo que aquí  tiene lugar.
Agradezco las gentiles palabras de bienvenida de Monseñor Julián Barrio  Barrio, Arzobispo de esta Iglesia particular, y la amable presencia de Sus  Altezas Reales los Príncipes de Asturias, de los Señores Cardenales, así como de  los numerosos Hermanos en el Episcopado y el Sacerdocio. Vaya también mi saludo  cordial a los Parlamentarios Europeos, miembros del intergrupo “Camino de  Santiago”, así como a las distinguidas Autoridades Nacionales, Autonómicas y  Locales que han querido estar presentes en esta celebración. Todo ello es signo  de deferencia para con el Sucesor de Pedro y también del sentimiento entrañable  que Santiago de Compostela despierta en Galicia y en los demás pueblos de  España, que reconoce al Apóstol como su Patrón y protector. Un caluroso saludo  igualmente a las personas consagradas, seminaristas y fieles que participan en  esta Eucaristía y, con una emoción particular, a los peregrinos, forjadores del  genuino espíritu jacobeo, sin el cual poco o nada se entendería de lo que aquí  tiene lugar.Una  frase de la primera lectura afirma con admirable sencillez: «Los apóstoles  daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor» (Hch  4,33). En efecto, en el punto de partida de todo lo que el cristianismo ha sido  y sigue siendo no se halla una gesta o un proyecto humano, sino Dios, que  declara a Jesús justo y santo frente a la sentencia del tribunal humano que lo  condenó por blasfemo y subversivo; Dios, que ha arrancado a Jesucristo de la  muerte; Dios, que hará justicia a todos los injustamente humillados de la  historia.
«Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le  obedecen» (Hch 5,32), dicen los apóstoles. Así pues, ellos dieron  testimonio de la vida, muerte y resurrección de Cristo Jesús, a quien conocieron  mientras predicaba y hacía milagros. A nosotros, queridos hermanos, nos toca hoy  seguir el ejemplo de los apóstoles, conociendo al Señor cada día más y dando un  testimonio claro y valiente de su Evangelio. No hay mayor tesoro que podamos  ofrecer a nuestros contemporáneos. Así imitaremos también a San Pablo que, en  medio de tantas tribulaciones, naufragios y soledades, proclamaba exultante:  «Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que esa fuerza tan  extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2 Co 4,7).
Junto a estas palabras del Apóstol de los gentiles, están las propias palabras  del Evangelio que acabamos de escuchar, y que invitan a vivir desde la humildad  de Cristo que, siguiendo en todo la voluntad del Padre, ha venido para servir,  «para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,28). Para los discípulos  que quieren seguir e imitar a Cristo, el servir a los hermanos ya no es una mera  opción, sino parte esencial de su ser. Un servicio que no se mide por los  criterios mundanos de lo inmediato, lo material y vistoso, sino porque hace  presente el amor de Dios a todos los hombres y en todas sus dimensiones, y da  testimonio de Él, incluso con los gestos más sencillos. Al proponer este nuevo  modo de relacionarse en la comunidad, basado en la lógica del amor y del  servicio, Jesús se dirige también a los «jefes de los pueblos», porque donde no  hay entrega por los demás surgen formas de prepotencia y explotación que no  dejan espacio para una auténtica promoción humana integral. Y quisiera que este  mensaje llegara sobre todo a los jóvenes: precisamente a vosotros, este  contenido esencial del Evangelio os indica la vía para que, renunciando a un  modo de pensar egoísta, de cortos alcances, como tantas veces os proponen, y  asumiendo el de Jesús, podáis realizaros plenamente y ser semilla de esperanza.
Esto es lo que nos recuerda también la celebración de este Año Santo  Compostelano. Y esto es lo que en el secreto del corazón, sabiéndolo  explícitamente o sintiéndolo sin saber expresarlo con palabras, viven tantos  peregrinos que caminan a Santiago de Compostela para abrazar al Apóstol. El  cansancio del andar, la variedad de paisajes, el encuentro con personas de otra  nacionalidad, los abren a lo más profundo y común que nos une a los humanos:  seres en búsqueda, seres necesitados de verdad y de belleza, de una experiencia  de gracia, de caridad y de paz, de perdón y de redención. Y en lo más recóndito  de todos esos hombres resuena la presencia de Dios y la acción del Espíritu  Santo. Sí, a todo hombre que hace silencio en su interior y pone distancia a las  apetencias, deseos y quehaceres inmediatos, al hombre que ora, Dios le alumbra  para que le encuentre y para que reconozca a Cristo. Quien peregrina a Santiago,  en el fondo, lo hace para encontrarse sobre todo con Dios que, reflejado en la  majestad de Cristo, lo acoge y bendice al llegar al Pórtico de la Gloria.
Desde aquí, como mensajero del Evangelio que Pedro y Santiago rubricaron con su  sangre, deseo volver la mirada a la Europa que peregrinó a Compostela.  ¿Cuáles son sus grandes necesidades, temores y  esperanzas? ¿Cuál es la aportación específica y fundamental de  la Iglesia  a esa Europa, que ha recorrido en el último medio siglo un camino hacia  nuevas configuraciones y proyectos? Su aportación se centra en una realidad tan  sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la  vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se  trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este  mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre. Bien comprendió  esto Santa Teresa de Jesús cuando escribió: “Sólo Dios basta”.
Es una tragedia que en Europa, sobre todo en el siglo XIX, se afirmase y  divulgase la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de  su libertad. Con esto se quería ensombrecer la verdadera fe bíblica en Dios, que  envió al mundo a su Hijo Jesucristo, a fin de que nadie perezca, sino que todos  tengan vida eterna (cf. Jn 3,16). 
El autor sagrado afirma tajante ante un paganismo para el cual Dios es envidioso  o despectivo del hombre: ¿Cómo hubiera creado Dios todas las cosas si no las  hubiera amado, Él que en su plenitud infinita no necesita nada? (cf. Sab  11,24-26).  ¿Cómo se hubiera revelado a los hombres si no quisiera velar por  ellos?  Dios es el origen de nuestro ser y cimiento y cúspide de nuestra  libertad; no su oponente. ¿Cómo el hombre mortal se va a fundar a sí mismo y  cómo el hombre pecador se va a reconciliar a sí mismo? ¿Cómo es posible que se  haya hecho silencio público sobre la realidad primera y esencial de la vida  humana? ¿Cómo lo más determinante de ella puede ser recluido en la mera  intimidad o remitido a la penumbra? Los hombres no podemos vivir a oscuras, sin  ver la luz del sol. Y, entonces, ¿cómo es posible que se le niegue a Dios, sol  de las inteligencias, fuerza de las voluntades e imán de nuestros corazones, el  derecho de proponer esa luz que disipa toda tiniebla? Por eso, es necesario que  Dios vuelva a resonar gozosamente bajo los cielos de Europa; que esa palabra  santa no se pronuncie jamás en vano; que no se pervierta haciéndola servir a  fines que le son impropios. Es menester que se profiera santamente. Es necesario  que la percibamos así en la vida de cada día, en el silencio del trabajo, en el  amor fraterno y en las dificultades que los años traen consigo.
Europa ha de abrirse a Dios, salir a su encuentro sin miedo, trabajar con su  gracia por aquella dignidad del hombre que habían descubierto las mejores  tradiciones: además de la bíblica, fundamental en este orden, también las de  época clásica, medieval y moderna, de las que nacieron las grandes creaciones  filosóficas y literarias, culturales y sociales de Europa.
Ese Dios y ese hombre son los que se han manifestado concreta e históricamente  en Cristo. A ese Cristo que podemos hallar en los caminos hasta llegar a  Compostela, pues en ellos hay una cruz que acoge y orienta en las encrucijadas.  Esa cruz, supremo signo del amor llevado hasta el extremo, y por eso don y  perdón al mismo tiempo, debe ser nuestra estrella orientadora en la noche del  tiempo. Cruz y amor, cruz y luz han sido sinónimos en nuestra historia, porque  Cristo se dejó clavar en ella para darnos el supremo testimonio de su amor, para  invitarnos al perdón y la reconciliación, para enseñarnos a vencer el mal con el  bien. No dejéis de aprender las lecciones de ese Cristo de las encrucijadas de  los caminos y de la vida, en el que nos sale al encuentro Dios como amigo, padre  y guía. ¡Oh Cruz bendita, brilla siempre en tierras de Europa!
Dejadme que proclame desde aquí la gloria del hombre, que advierta de las  amenazas a su dignidad por el expolio de sus valores y riquezas originarios, por  la marginación o la muerte infligidas a los más débiles y pobres. No se puede  dar culto a Dios sin velar por el hombre su hijo y no se sirve al hombre sin  preguntarse por quién es su Padre y responderle a la pregunta por él.  La Europa de la ciencia y de las tecnologías,  la Europa de la civilización  y de la cultura, tiene que ser a la vez  la Europa abierta a la trascendencia  y a la fraternidad con otros continentes, al  Dios vivo y verdadero desde el hombre vivo y verdadero. Esto es lo que   la Iglesia desea aportar a Europa: velar por Dios y velar por el hombre, desde  la comprensión que de ambos se nos ofrece en Jesucristo.
Queridos amigos, levantemos una mirada esperanzadora hacia todo lo que Dios nos  ha prometido y nos ofrece. Que Él nos dé su fortaleza, que aliente a esta  Archidiócesis compostelana, que vivifique la fe de sus hijos y los ayude a  seguir fieles a su vocación de sembrar y dar vigor al Evangelio, también en  otras tierras.
En gallego:
Que Santiago, o Amigo do  Señor,  acade abundantes  bendicións  para  Galicia, para os demais  pobos de  España, de Europa e de tantos outros lugares   alén mar onde o Apóstolo e sinal de identidade  cristiá  e promotor do anuncio de Cristo. Amen!
[Que Santiago, el amigo del Señor, alcance abundantes bendiciones para Galicia,  para los demás pueblos de España, de Europa y de tantos otros lugares allende  los mares, donde el Apóstol es signo de identidad cristiana y promotor del  anuncio de Cristo. Amen!] 

 
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